Entre los montones de cajas acumuladas en el centro del estudio, Irene observa las estanterías medio llenas; los muebles desarmados en espera de ubicación definitiva y una incipiente oscuridad que va cubriendo toda la imágen de un sfumato casi irreal.
Enciende un cigarro y se aproxima al gran ventanal.
Muy al fondo de esa pantalla panorámica aún se distingue la sierra -cubierta de nieve desde el día anterior- y se imagina que alguien, al otro lado, podría estar observándola a ella, expuesta como un maniquí en el escaparate de su nueva vida.
Muy al fondo de esa pantalla panorámica aún se distingue la sierra -cubierta de nieve desde el día anterior- y se imagina que alguien, al otro lado, podría estar observándola a ella, expuesta como un maniquí en el escaparate de su nueva vida.
Piensa que el día -quién sabe si también nevado- en que la tristeza recorra en hileras verticales su propio cristal, ésta no será una tristeza amarga; porque de un latido como el que baquetea su pecho en ese instante, no puede surgir más que un desamor acompasado y dulce.
Aunque también, puede equivocarse.
Huele a café a su espalda, sonríe y apaga el cigarro.
La imágen es un cuadro de DUMA
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